BOLETÍN DE CINEMATOGRAFÍA INDEPENDIENTE * EDITORES: ERIC BARCELONA & JOSÉ ANTONIO BIELSA * COLABORADORES: JAIME AGUIRÁN, MARÍA PILAR BIELSA, NURIA CELMA, HÉCTOR CONGET, JORGE VARGAS, COLECTIVO CINEMA89 - BARCELONA / ZARAGOZA


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18.3.10

'El río' (1950), de Jean Renoir -Crítica-


Debemos celebrar que un niño muera siendo niño aún. Uno de ellos, al menos, se ha escapado. A los niños los encerramos en nuestras escuelas, les enseñamos nuestros tabúes, los enganchamos en nuestras guerras y no pueden resistirlo. No tienen armadura y los matamos impunemente. Destrozamos a los inocentes, sin darnos cuenta de que el mundo es para los niños.

Mr. John, a propósito de la muerte de Bogey.


Junto al Ganges se desarrolla esta historia de iniciación en la que el verdadero protagonista es el propio río: un río cuyo tranquilo cauce, impasible ante el insignificante devenir de los destinos humanos, simboliza la vida misma. Es la historia de varios seres, de una familia de occidentales en la India, pero sobre todo es la historia de un primer amor, el de Harriet: su voz en off rememorará desde un indefinido futuro aquel tiempo pasado, aquellas vivencias anodinas que constituyen el argumento de tan impar película.

Más que del improbable choque entre Oriente y Occidente, El río nos habla de la armonía de los seres en un estado de espiritualidad plena. Es un film a la par estoico y hedonista; al placer del sueño de una siesta por la tarde se sucederá la resignación por la pérdida de una vida humana, en este caso la del pequeño Bogey. Pero esto, que ocurre todos los días bajo las más diversas formas, es inevitable; fluye como el río...

Mas hagamos antes un breve resumen del argumento de la historia que El río nos cuenta, a saber, de cómo la llegada de un hombre joven -pero mutilado de una pierna durante la guerra (el capitán John)- desencadenará el enamoramiento casi simultáneo de tres muchachas (Harriet, Valérie y Mélanie). Al margen de esta historia central, retratada por Harriet, se sucederán otras muchas, por así decir colaterales: la amistad del niño de la casa, Bogey, con su amigo hindú, y su trágico final al intentar encantar a una cobra; la actividad en la fábrica de yute que dirige el padre; los juegos de las hermanas pequeñas de Harriet; las enseñanzas de Nan sobre la iniciación en el amor de las muchachas; el embarazo de la madre... Y en medio de este ir y venir de vidas humanas, el río, que todo lo condiciona...

En un film de la sensibilidad de El río, en el que cada suceso, por pequeño que sea, se diría pura poesía, la manera de filmarlo será determinante: no encontraremos pues aquí ningún movimiento de cámara ni angulación fuera de tono de esos que tan arbitrariamente abundan hoy en día (reflexionemos por unos instantes en el por lo general pésimo cine de nuestro tiempo y redescubramos, una vez más, la prodigiosa síntesis de planteamientos y resultados que ofrece la película de Renoir), y sí una preferencia por el plano estático, equilibrando a los seres humanos con el paisaje, el gran protagonista. De hecho, el plano general en El río , más que un recurso elemental de la planificación, es la declaración de intenciones de Renoir: a su colorista paleta de pintor de espacios abiertos -creemos que la herencia paterna fue algo más que un referente- cabe sumar su refinado arte de pintor del alma humana, de psicólogo consumado e infalible: el hombre, atrapado entre el devenir de las cosas triviales, tránsito entre la vida y la muerte, entre el llanto del nacimiento y la nada del sepulcro, sólo puede vivir y dejar vivir antes de que la vida a la que él pertenece termine por destruirlo.

Pero pese a su gusto por los espacios abiertos, El río es un film intimista, en ocasiones incluso claustrofóbico. Renoir resuelve esta aparente contradicción delimitando dos espacios abiertos de capital importancia: el jardín de la mansión -ordenado, geométrico- donde trascurre buena parte de la acción, por un lado; y el exterior mismo -salvaje, abrupto-, aquel espacio al que para llegar es preciso cruzar la puerta que vigila el viejo hindú guardián de la casa -o bien, tal y como hace Bogey, saltar la tapia-. Todo cuanto rodea la casa oculta múltiples peligros: entre ellos, el gran árbol en el cual son depositadas las ofrendas -árbol que oculta la cobra que matará al niño-. El interior de la casa, por su parte, también oculta espacios secretos: el más evidente de ellos es el pequeño cuarto de Harriet, donde nuestra protagonista se esconde para leer sus poemas. Pero estos apuntes sobre el empleo del espacio sólo son eso, apuntes. El sentido espacial en Renoir trasciende ampliamente la propia sustancia narrativa de los mismos.

No menos importancia cobran los objetos. Entre los más singulares, destacaremos la cometa: Harriet hace volar una. En un momento determinado, el capitán John tira junto a ella de ésta: el hilo que separa cielo y tierra, esa especie de cordón umbilical, define un estado armonioso pleno: es uno de los escasos momentos en que la felicidad, o al menos la idea de la felicidad, aflora en el plano: la idea de la felicidad, pues, asociada al juego. También Bogey, el niño de la casa, morirá jugando: morirá, pues, como niño, en pleno juego. Los occidentales de El río -quizá con la excepción del padre- son seres ociosos, pero sólo los niños viven ese estado como algo natural, auténtico. Otro objeto singular es el diario de Harriet, objeto que motivará una disputa: cuando Valérie, en presencia del capitán John, decida quitárselo de entre las manos y leerlo en alto, el corazón de Harriet quedará al descubierto al ser desvelado lo que ella siente por el capitán.

La visión de la India de Renoir, pese a ciertos apuntes documentales, es esencialmente espiritual (el estudio antropológico y la economía apenas ocupan un lugar secundario). La propia puesta en escena intenta reflejar con no poca pericia y sentido de la abstracción tal pretensión. En el plano religioso, dos son las divinidades referidas: Kali y Krishna. Kali, la esposa del destructor y reencarnador Shiva, simboliza la vida y la muerte, la continua regeneración de las cosas. Krishna, por contra, representa el amor. Son los dos grandes pilares argumentales de la película: el devenir de las cosas vivientes y su significación espiritual a través del amor. Uno de los momentos más hermosos de la cinta se produce hacia el final, cuando en medio de la selva, Harriet observe el triunfo físico de Valérie sobre el capitán John: ese beso apasionado, ese instante sublime tan largo como la eternidad al que ella no ha tenido acceso pero que, desde luego, ha sentido como si de su primer beso se tratara, sublima el propio amor terreno como apariencia física, elevándolo a parcelas del conocimiento inéditas hasta entonces para la sensible Harriet: aunque el capitán ha besado a Valérie, la destinataria más profunda de ese beso es ella, la poetisa, la muchacha que dice odiar su cuerpo y que no quiere crecer porque siempre quiso ser explorador o marinero... pero que terminará por afrontar las cosas tal y como son.

El último plano de la película, el más contundente de todos, explicará ya de modo directo (visual) el discurso del film: las tres muchachas, tras tener noticia de que ha nacido una niña -el parto de la madre viene a sustituir la ausencia del finado Bogey-, se apoyaran alineadas en una barandilla de la terraza de su casa: la cámara, con un ligero movimiento de grúa, acercándose a ellas, se elevará poco a poco hasta superarlas y dejarlas fuera del plano, cual efímeras realidades presentes, pasando a filmar al verdadero protagonista, ese río Ganges que simboliza todas las vidas, las que se fueron, las que están y las que algún día llegarán.

© José Antonio Bielsa Arbiol
(1 de septiembre de 2008)

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